¿Tú ocupas?
“Disculpen, ¿ocupan su sal?” pregunta la señora de la mesa contigua en el restaurante. De inmediato y sin decir palabra, uno de mis compañeros le entrega el salero con comedimiento y una sonrisa light de cortesía. A mi, como un latigazo, me agobia una súbita desazón. No puedo evitar ver ese uso del verbo como un terrible presagio, un anuncio de tiempos oscuros a la vuelta de la esquina.
Pásame el salero
Hace apenas un par de días, un amigo me explicó que esa idea supersticiosa de que pasarse un salero de mano en mano atrae la mala suerte tiene un origen económico muy claro. Según me dijo, en la antigüedad (se me pasó aclarar a qué tanta antigüedad nos estábamos refiriendo), cuando la sal era un bien caro y muy preciado, si al entregar el recipiente que la contenía éste se caía y se producían pérdidas, el costo de la merma debía ser cubierto por quien lo dejó caer. Como esto ocurría en momentos en que al menos dos manos de distintos dueños estaban en la acción, en una cantidad muy grande de ocasiones resultaba dificil señalar un culpable, con las consecuencias que ya nos imaginamos.
Para evitar conflictos, entonces, se adoptó la costumbre de posar el salero en la mesa para que el que lo solicitó lo cogiera sin los riesgos inherentes al traslado de mano a mano y a partir de ese momento asumiera la total responsabilidad por la sal.
¿Cuándo y cómo entra el tema de la mala suerte en escena? No lo sé, pero lo investigaré porque la historia me gusta, aunque no es difícil pensar que si los conflictos por el pago de la sal derramada derivaban en asuntos serios, quizá hasta muertes, la conexión mental entre pasar el salero y que te vaya mal debe haberse dado casi en automático.
En torno a la sal hay muchas creencias fascinantes y algunos comportamientos extraños y divertidos. En otros momentos habrá ocasión de comentar algunos; mientras tanto, les ruego que no me echen la sal1.
Textos largos ¿según quién?
“Demasiado largo”, “exceso de texto”, “demasiadas palabras”, “¡es mucho!” y otras frases similares suelen ser respuestas automáticas de “expertos y conocedores” de comunicación ante la entrega de casi cualquier texto que les presente un escritor o copy, sin importar su extensión, contenido o la relación entre ambos. Son reacciones a ojo, de primer vistazo. Este párrafo, por ejemplo, seguramente se ganaría un comentario de ese tipo en tres segundos.
¿Cuál es el problema? "Ya nadie lee", te dicen con la seguridad de quien tiene el respaldo de la Biblioteca del Congreso entera. Es claro que los primeros que no leen casi siempre son ellos.
Pero también es cierto que llevamos varias décadas evolucionando hacia la síntesis en la comunicación, sobre todo la escrita. Ya no aguantamos las parrafadas con explicaciones minuciosas propias de la novela de hace un siglo o siglo y medio. Ni un discurso de varias horas como los de Fidel Castro. Los medios digitales, la educación actual y las prisas de esta época han colocado nuestro umbral de atención por debajo de la línea de flotación.
Plataformas como Twitter (ahora X) han exigido economía en la información y aplicaciones como PowerPoint nos bulletizaron el cerebro. Literalmente. El periodismo escrito se ha movido hacia un lenguaje más compacto y textos mas breves. Incluso la filosofía hoy tiende a desarrollarse en forma sintética, como podemos constatar leyendo, por ejemplo, a Byung-Chul Han.
Pero esto no explica del todo la fijación obsesiva con la extensión de los textos. La verdad es que los instrumentos de medición del ambiente digital confirman, en lo que respecta a la mercadotecnia, que efectivamente la longitud de un texto, un video o un podcast es inversamente proporcional al interés que despiertan entre sus audiencias. Conocemos las correlaciones pero casi nunca las causas de fondo.
Sin dejar de lado las razones comentadas hasta aquí, mi hipótesis principal tiene que ver con una combinación de los intereses y preferencias del receptor, la calidad de los contenidos, la relevancia de las fuentes, las formas y la oportunidad. Una charla de una hora puede parecer brevísima o un infierno, según con quiénes, sobre qué, cómo y cuándo se lleve a cabo.
Dos horas de conferencia “mañanera” me plantean un desafío insuperable, pero pude ver encantado todas las temporadas de Juego de Tronos; media hora de lectura de un texto de Sinek puede matarme del tedio en tanto que una tarde enfrascado en una novela de Cormac McCarthy se me pasa volando. Hasta que conocí a los jesuitas supe que las homilías -antes denominadas sermones- no solo no tenían que ser soporíferas sino que podían ser muy interesantes y hasta graciosas. No hay juego de grandes ligas del que haya visto las nueve entradas ni partido de la NFL que no me haya fastidiado después de un rato, pero casi cualquiera de la Champions puede contar con mi atención los 90 minutos. Todos hemos vivido estos contrastes y sabemos a qué me refiero.
Por eso, si vas a juzgar a priori una propuesta de comunicación por su extensión, piénsalo dos veces. Y trata con respeto a su creador.
Y no abusen, por aquello de la hipertensión.
Sí me gusta la economía de las palabras. Cuando escribo algo y luego lo corrijo encuentro que en la versión original agregué demasiados términos que nada dicen. Odio el rollo de los políticos y los sermones no jesuitas. Igual que tú si me gusta un libro normalmente el tamaño no me importa. En deportes también, si es un buen partido, no un bodrio.
Eres genial. Me encanta leerte , me haces sonreír, pensar y generalmente estoy de acuerdo contigo. Saludos.