En compañía es mejor
En esta época, más allá de los valores religiosos asociados a la conmemoración del nacimiento de Jesús, que deberían invitar a los creyentes al recogimiento, oración y júbilo de índole espiritual, y de la fecha en sí, con cena del 24 y reunión del 25 -que incluyen familia, amigos, gorrones, regalos, comida y bebida (para unos en exceso, para otros con lo mínimo)-, entre algunas personas llega a darse una especie de ánimo navideño positivo, alegre, bondadoso y, sobre todo, gregario.
Estos adjetivos son muy cuestionables, lo sé, pero de momento aceptémoslos como propuesta de trabajo, por favor.
El ánimo1 al que me refiero es el que desde siempre ha querido explotar la publicidad con sus imágenes de gente bonita, saludable, amorosa, radiante de felicidad, que intercambia regalos junto al arbolito entre suspiros o -más local- bebe ponche y parte piñatas en condiciones inverosímiles de seguridad (sin riesgo de partirle el cráneo a la abuela en un descuido).
Son escenas idealizadas, claro; nadie esperaría realismo de la publicidad. Pero retratan la esencia de una idea de momentos felices que seguramente compartimos la mayoría de los seres humanos: la felicidad se alcanza en compañía, en circunstancias de intercambio generoso. Con otros, dando. En confianza.
“Los que no festejamos la navidad, ¿dónde nos juntamos a no festejarla?” @DiegoFonsecaDF. Twitter.
Sin embargo, la simple acumulación de gente2 y la celebración no garantizan el disfrute, y las actividades en compañía no son igual de buenas para todos. Relacionarse, convivir, disfrutar y amar son cosas que se aprenden, desde la infancia, y se practican a lo largo de la vida3. No todo el mundo tiene la suerte de nacer y crecer en un entorno familiar y social propicio, y aun así la vida siempre se reservará el derecho a golpear a algunos hasta hacerlos en mayor o menor grado emocionalmente discapacitados, o simplemente despojarlos de toda posibilidad material de gozo.
En lo personal, tener una familia cariñosa y amigos, ganas de vernos, comida para compartir, un techo y la certeza de pasarlo bien me hacen un privilegiado. Lo aprecio, agradezco a la vida y lo disfrutaré todo lo que pueda. Pero no me olvido de quienes no son tan afortunados como yo.
Si algo podemos enseñar a los más jóvenes en estas fiestas es el valor de la familia y los amigos, el inmenso valor de los demás en nuestras vidas.
Memorias
Pasé solo la Nochebuena de 1970, internado en la sala de infecciosos del Sanatorio Español, con hepatitis. En la habitación al lado de la mía estaba, en las mismas condiciones, mi hermana Gloria. Por la tarde, nuestros padres y no sé si alguien más fueron a visitarnos. En la noche, la monja a cargo de la sala4 pasó a conversar un rato y nada más. A dormir. Los dos pasamos la fecha sin inmutarnos. Cero drama. Si no recuerdo mal, mi regalo de Navidad fueron libros. Lo que me preocupaba eran los exámenes semestrales de tercero de prepa, que tuve que hacer todos extraordinarios.
En 1973 pasé Nochebuena en Arangas, en casa de la familia Caso Gómez, con los tíos Pepe y Elia y su prole, mis primas y primo. Inolvidable. Nunca estaré suficientemente agradecido por su cariño y la hospitalidad. Ese año conocí el pueblín y a la familia, y quedé marcado.
Conozco a más de una que no sabría que significa ánimo si no viene alguien a decirle: “mud”.
A menos que seas un presidente populista.
Por eso, algunos ancianos son capaces de disfrutar como nadie.
Admirable, como todas las monjas de esos tiempos del sanatorio.
La navidad más “real” que he pasado fue cuando mi cuñado murió en USA
Llegamos a Syracuse NY casi a medianoche del 24 en medio de una tormenta de nieve.
Dos cuñadas Jaime y yo.
La cena de Nochebuena salió de la recepción del hotel que tenía una pared con algunas provisiones.
Un burrito para microondas, unas papas fritas, una botella de vino que parecía radiactivo y un par de cervezas.
Reímos y lloramos y volvimos a reír. Y sobre todo estuvimos JUNTOS.
¡Gracias!